Jesús, ya sabes,
Soy tu soldado:
Siempre a tu lado
Yo he de luchar.
Contigo siempre
Y hasta que muera
Una bandera
Y un ideal.
¿Y qué ideal’?
Por Ti, Rey mío,
La sangre dar …
El martirio de los 51 Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, claretianos, de Barbastro acontece durante el mes de agosto de 1936, en los inicios de la deplorable guerra civil española.
La afirmación repetida por los milicianos de que bastaba que los misioneros abandonasen sus compromisos religiosos para salvar la vida apunta a una hostilidad no contra las personas, sino contra lo que representaban, la fe, la Iglesia. «No odiamos vuestras personas», les dijeron; «lo que odiamos es vuestra profesión». «Nos fusilan únicamente por ser religiosos» dejarán escrito algunos de estos mártires.
La Comunidad claretiana de Barbastro estaba formada por 60 misioneros: 9 Sacerdotes, 12 Hermanos y 39 Seminaristas a punto de recibir la ordenación sacerdotal.
El lunes 20 de julio de 1936 la casa fue asaltada y registrada, infructuosamente, en busca de armas, y fueron arrestados todos sus miembros.
El superior, P. Felipe de Jesús Munárriz, el formador de los seminaristas, P. Juan Díaz, y el administrador, P. Leoncio Pérez, fueron llevados directamente a la cárcel municipal. A los ancianos y enfermos los trasladaron al Asilo o al Hospital. Los demás fueron conducidos al colegio de los Escolapios, en cuyo salón de actos quedaron encerrados hasta el día de su ejecución. Su paso por las calles de Barbastro fue como una procesión; los testigos recuerdan el recogimiento de los religiosos, «como si volvieran de comulgar», y así era en verdad, pues antes de salir de casa habían comulgado todos.
En su breve estancia en la cárcel, los tres responsables de la comunidad claretiana fueron verdaderamente ejemplares: nunca se quejaron, animaron a sus compañeros detenidos y por ellos se sacrificaron, rezaron intensamente por sí mismos y por sus perseguidores, se confesaron y confesaron a otros encarcelados. Sin ninguna clase de juicio, simplemente por ser sacerdotes, fueron fusilados a la entrada del Cementerio al alba del día dos de agosto.
Los encarcelados en el salón de los Escolapios desde el primer momento se prepararon para morir: «pasamos el día en religioso silencio y preparándonos para morir mañana; sólo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos es para perdonar. ¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!», escribía uno de ellos.
Durante los primeros días de cautiverio pudieron recibir la comunión clandestinamente, y la Eucaristía fue el centro de su vida y el origen de su fortaleza. La oración, el rezo del Oficio de los mártires, el rosario fue preparándolos interiormente para la muerte.
Hubieron de soportar las incomodidades de la cárcel, pero, sobre todo, el racionamiento del agua, en pleno verano. Fueron atormentados con simulacros de fusilamiento: «más de cuatro veces recibimos la absolución creyendo que la muerte se nos echaba encima, testimonia Parussini, uno de los dos argentinos claretianos, encarcelado con los demás y liberado el 12 de agosto por su condición de extranjero. «Un día estuvimos casi una hora sin movernos esperando de un momento a otro la descarga».
Les introdujeron prostitutas en el salón para provocarlos, con la amenaza de fusilamiento inmediato en caso de contrariarlas. Pero ni uno solo claudicó. Tampoco sirvieron de nada las ofertas de liberación que varios de ellos recibieron de milicianos: prefirieron seguir la suerte de sus compañeros y morir mártires como ellos.
Estaban convencidos de que iban a ser mártires. Escribía uno de ellos el 10 de agosto a sus familiares: «el Señor se digna poner en mis manos la palma del martirio; al recibir estas líneas canten al Señor por el don tan grande y señalado como es el martirio que el Señor se digna concederme… Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros, ni el martirio por el apostolado que era la ilusión de mi vida». Del día 12 son estos otros testimonios de su gozosa conciencia martirial: «Con el corazón henchido de alegría santa, espero confiado el momento cumbre de mi vida, el martirio»; «así como Jesucristo en lo alto de la cruz expiró perdonando a sus enemigos, así muero yo mártir perdonándolos de todo corazón»; «morimos todos contentos por Cristo y su Iglesia y por la fe de España»; «no lloréis por mí; Jesús me pide la sangre; por su amor la derramaré: seré mártir, voy al cielo». Son estos algunos de los escritos que estamparon en pequeños papeles, en envoltorios de chocolate, en las paredes y en un taburete de piano.
Fueron en grupos al martirio en distintos días. El primer grupo, en la madrugada del día 12, lo formaban los seis mayores, los PP. Sebastián Calvo, Pedro Cunill, José Pavón, Nicasio Sierra, el subdiácono Wenceslao Mª Clarís y el Hermano Gregorio Chirivás. Acudieron sin ninguna resistencia al llamamiento de sus verdugos; les ataron las manos a la espalda, y de dos en dos los amarraron codo con codo. El P. Secundino Mª Ortega, desde el escenario, les dio la absolución. «A las cuatro menos siete minutos», oyeron desde el salón las descargas. Antes de disparar, los milicianos les ofrecieron, por última vez, la posibilidad de apostatar, pero se mantuvieron fieles hasta el final.
Desde aquel momento los que quedaban comenzaron a prepararse «próxima y fervorosamente para la muerte». Consignaron por escrito y rubricaron todos con sus firmas «la Ofrenda última a la Congregación de sus hijos mártires»: «Agosto, 12 de 1936. En Barbastro. Seis de nuestros compañeros ya son Mártires; pronto esperamos serlo nosotros también; pero antes queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la orientación cristiana del mundo obrero, por el reinado definitivo de la Iglesia Católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias».
A la noche siguiente, «cuando el reloj de la Catedral daba las doce», los milicianos irrumpieron en el salón. Al no haber ninguno de más de veinticinco años, dieron lectura a una lista de veinte nombres: el del P. Secundino Mª Ortega, el de los Estudiantes Javier Bandrés, José Brengaret, Antolín Mª Calvo, Tomás Capdevila, Esteban Casadevall, Eusebio Codina, Juan Codinachs, Antonio Mª Dalmau, Juan Echarri, Pedro García Bernal, Hilario Mª Llorente, Ramón Novich, José Ormo, Salvador Pigem, Teodoro Ruiz de Larrinaga, Juan Sánchez Munárriz, Manuel Torras; y el de los Hermanos Manuel Buil y Alfonso Miquel. Ninguno desfalleció ni mostró cobardía. El P. Luis Masferrer, único sacerdote que quedaba, les dió la absolución. Los que quedaban los vieron subir al camión; los oyeron aclamar a Cristo Rey, y entonar cánticos que expresaban el ideal de su vida misionera. A la una menos veinte de la mañana del día 13 se oyeron perfectamente las detonaciones del fusilamiento y los tiros de gracia.
Los últimos 20, fueron llevados al martirio al amanecer del día 15, Asunción de María, aniversario de la Profesión de la mayoría, el P. Luis Masferrer, los Estudiantes José Mª Amorós, José Mª Badía, Juan Baixeras, José Mª Blasco, Rafael Briega, Luis Escalé, José Figuero, Ramón Illa, Luis Lladó, Miguel Masip, Faustino Pérez, Sebastián Riera, Eduardo Ripoll, José Ros, Francisco Mª Roura, Alfonso Sorribes y Agustín Viela, y los Hermanos Francisco Castán y Manuel Martínez Jarauta.
Antes dejaron escrito lo que puede ser considerado como su testamento: «Querida Congregación: Anteayer murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros compañeros; hoy, trece, han alcanzado la palma de la victoria 20, y mañana, catorce, esperamos morir los 21 restantes. ¡Gloria a Dios!… Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, los oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! …Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a tí, Madre común de todos nosotros. …Morimos todos contentos …morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo».
De los dos jóvenes seminaristas internados en el hospital por enfermos, Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta, los compañeros de cárcel recuerdan cómo al ser llamados, pasada la medianoche, ya en el día 18, se confesaron con un sacerdote prisionero, y junto con otros varios sacerdotes y seglares católicos, fueron llevados, sin juicio, al martirio.
El reconocimiento de su heroicidad ante el martirio fue reconocido desde el primer momento por la ciudad de Barbastro y la Congregación Claretiana. Estaban muy claros, tanto en el testimonio de su martirio como en sus escritos, su amor apasionado y sin reservas a Jesucristo, su entrega filial al Corazón de María, su gozosa y comprometida pertenencia a la Iglesia y a la Congregación, su entrañable afecto a sus familias y su deseo de reconciliación y de perdón para los que les quitaban la vida. Herederos del espíritu apostólico de S. Antonio Mª Claret, habían estado atentos a los desafíos misioneros de su tiempo, se habían mostrado sensibles a los más desfavorecidos de su época, los obreros, y se preparaban con ilusión y mirada universal para un ya próximo ministerio.