Queridos hermanos:
Nos acercamos al momento cumbre del año litúrgico, en el que celebramos los misterios más profundos de nuestra fe adentrándonos en la pasión, muerte y resurrección del Señor. No podemos ser misioneros enraizados en Cristo si no albergamos dichos misterios en nuestro corazón. El misterio pascual es el fundamento de toda auténtica misión audaz. Los apóstoles se encontraron con el Señor resucitado y contemplaron sus heridas abiertas (cf. Jn 20,20.27; Lc 24,39) antes de atreverse a salir a anunciar el Evangelio.
Poco a poco vamos saliendo de la pesadilla de la pandemia mundial, después de dos Pascuas celebradas con muchas restricciones. Hemos podido tocar las heridas de la humanidad tanto en relación con la pandemia como con otras muchas amenazas de la vida humana, incluyendo una guerra y otros combates armados. Aunque el sangrar incesante de las heridas de la humanidad y del planeta tierra es difícil de entender, especialmente cuando son causadas por acciones humanas, nuestras heridas están presentes en las del Señor crucificado, que es uno de nosotros en todo excepto en el pecado (cf. Heb 4,15).
Contemplemos las heridas que Jesús mostró a sus discípulos también después de la resurrección. A menudo me pregunto por qué el cuerpo resucitado seguía conservando esas heridas, por qué Dios no las hizo desaparecer del cuerpo glorificado de Cristo. De hecho, fue la visión de las heridas lo que dio confianza a los discípulos para exclamar que era el mismo Jesús que había sido crucificado por nosotros los hombres y resucitado por Dios Padre. El Señor resucitado está sentado con sus heridas en el trono de la gloria eterna, donde las multitudes cantan la gloria del «cordero que fue inmolado» (Ap 5,6.12; 13,8).
Como claretianos enraizados en Cristo, no podemos pretender ignorar o desear que desaparezcan nuestras heridas y las de los demás. Tenemos que aprender de Jesús a abrazarlas y transformarlas en amor. Solamente cuando nuestra vida es tocada y transformada por el encuentro con el Señor Resucitado, nuestras heridas pueden convertirse en un canal de gracia sin lacerarnos a nosotros mismos y a los demás. Las heridas que continúan haciéndonos daño a nosotros mismos y a los demás están pidiendo a gritos la caricia transformadora del Señor Resucitado.
La Pascua anuncia la victoria de la vida sobre la muerte y del amor sobre la violencia en la persona del Señor. Los apóstoles salieron con alegría a anunciar la Buena Noticia del amor de Dios que vence todo mal. No hay lugar para el pesimismo, el cinismo y la melancolía en la vida de un cristiano, ni siquiera cuando está rodeado de realidades dolorosas. El Señor resucitado nos saluda con las mismas palabras: «no tengáis miedo» y «la paz esté con vosotros», y a continuación nos procura el mandato de una misión. La alegría es la fragancia de la vida misionera enraizada en Cristo y audaz en la misión.
¡Os deseo a todos la alegría de la Pascua!
P. Mathew Vattamattam, CMF
Superior General
Roma 12 de abril de 2022