Sudán. El Día de Acción de Gracias, 26 de noviembre de 2009, llegué a Juba, Sudán para comenzar otra aventura en mi vida. Nunca creí, ni en sueños, que me pedirían trabajar en un pasatiempo por el que estoy apasionado. Me llamaron desde

Roma, de mi congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María para trabajar en la Solidaridad con el Sur de Sudán en Wau, Sudán. Cuando me propusieron por primera vez para la posición de director de proyecto en Junio de 2009, no quise dejar escapar la oportunidad, aunque ni siquiera sabía dónde estaba Sudán.

Llegué a Juba en mi día preferido de las fiestas americanas, de Acción de Gracias y sí, eché de menos la reunión de familia y todas las cosas buenas de esa estupenda celebración. El viaje de Roma, especialmente las 5-6 horas que estuve en el aeropuerto de la capital de Etiopía, Addis Abeba, era bastante para agotar a cualquiera. La última vez que estuve en África fue en Camerún al final de los 80’s y ahora sentía que estaba volviendo a casa.

Estuve solo unos días en Juba y en seguida me llevaron a Wau, pues el trabajo allí había ya comenzado y me necesitaban para supervisar la construcción de este enorme complejo de enfermería, el Instituto Católico de Formación Sanitaria. Recuerdo que al llegar a Wau fuimos recibidos en el aeropuerto por un polvo rojo, removido al aterrizar el aeroplano. Luego al salir vimos lo que realmente parecía solo un prado donde nada crecía y que era el campo de aviación.

Mientras esperábamos afuera con un sol abrasador, un tractor con un remolque enganchado lo cargaron con nuestras maletas. Todos buscábamos alguna sombra de los viejos edificios ruinosos. Había ya llegado a Wau y me estaba preguntando si mi maleta habría llegado también. Allí estaba mi recién comprada maleta, echada de costado en el remolque con la apariencia de haber sido recientemente teñida de otro color con el polvo rojo. La comunidad donde iba a vivir pensó que era un Hermano religioso, y no un sacerdote. Mi nueva comunidad sería de cinco Hermanas: dos Combonianas, Dra. María Martinelli de Italia y La Hª Esperance Bamiriyo del Congo; dos Hermanas del Espíritu Santo, de India, la Hª Sneha y la Hª Estella; y la Dra. Mary Anne Williamson, Franciscana de EE. UU.

Cuando me dieron el título de Pastor, yo sabía que no podría ser “pastor” sin conocer al pueblo, sin saber dónde estaba el dinero, cómo se estaba usando, y en quién se podía confiar, etc. Lo mismo me pasó en el Instituto Católico de Formación Sanitaria (CHTI) donde habría de trabajar para renovar la escuela de enfermeras. Hasta que pudiera entender qué se suponía que tendría que hacer, dónde estaba el dinero, cómo comprar los materiales, y conocer a las personas apropiadas, etc, sólo tendría el título de “director de proyecto”, pero no sabía cómo debía funcionar debidamente. Debo decir que me llevó casi un mes hasta tener esa seguridad. Y entonces, cuando me sentí seguro, por fin supe que mi verdadero trabajo era más el de un animador para mover a otros a hacer su trabajo, y hacerlo correctamente, no solo el de director de proyecto.

Para mí ha sido una revelación el ser parte de un grupo mixto de mujeres y hombres viviendo y compartiendo juntos como una comunidad. A veces no ha sido fácil. Las mujeres y los hombres ciertamente pensamos y reaccionamos de una manera tan diferente. Después de unas dos semanas con solo mujeres en la casa, yo me sentía solo y perplejo, pero no sabía por qué. Las Hermanas eran muy amables conmigo, pero algo faltaba por completo. Por fin entendí que necesitaba compañerismo con otros hombres. Comencé a asociarme y emplear más tiempo con los trabajadores del proyecto y adquirí unos grandes amigos que parecían entender mi problema.

Mi mayor don para este proyecto no ha sido realmente la pericia en la construcción, sino más bien en construir una buena amistad con estos trabajadores que muchas veces no son totalmente apreciados por lo que hacen y por cómo hacen su trabajo. Pasan muchas horas solitarios, y a veces son olvidados por los que los emplean. Muchos de ellos han venido de Uganda para ganarse la vida y han dejado su país y sus familias para tratar de encontrar un trabajo decente aquí en Sudán. Yo aprecio mucho a estos hombres.

Son un grupo de varias religiones, pero la mayor parte son cristianos y musulmanes. He aprendido a apreciarlos a todos por su dedicación a sus religiones y a sus credos.

Todos los días intento saludar a cada uno de los casi 80 hombres y mujeres con quienes trabajo. De ordinario hago esto tres o cuatro veces al día. Para algunos de ellos he inventado nombres de los cuales se sienten orgullosos: “el Hombre de la Alcantarilla”, “Yambio de Yambio”, “los Monos”, “el Hombre del Cigarrillo”, etc. Siempre que los veo, juego con ellos, preguntándoles si están escondiéndose o trabajando. Siempre les digo que me gusta su trabajo, y los corrijo cuando quieren hacer un trabajo mediano. Quiero que se esmeren y estén orgullosos de su trabajo. También les digo que si yo hiciera el trabajo ya lo hubiera terminado yo solo. O que cualquier bobo podría hacerlo. Ellos se ríen y yo creo que simplemente están agradecidos de que de verdad aprecio su trabajo. Son muy despabilados y ahora comienzan a hacerme la misma pregunta: Si estoy escondiéndome o trabajando! Yo respeto sus creencias religiosas, y estoy admirado de su amor y paciencia en su trabajo y condiciones. Se ríen de mí cuando intento decir algo en árabe o en sus lenguas nativas. Voy a visitarles en sus cuartos cuando están enfermos y les doy algunas de las medicinas de las Hermanas, y hasta intento cantar con ellos algunas de sus canciones y les enseño español cuando no por la noche no se encuentra alivio del calor sofocante, ni una brisa que nos alivie. No hacemos más que sudar. Yo me quejo del calor, ellos no.

He tenido que aprender muchas lecciones aquí con las Hermanas y con los trabajadores. Algunas de las lecciones son dolorosas y otras, alegres. Pero sin ellas no podría crecer. Dios, su Madre María y San Antonio María Claret me han traído aquí, y hay alguna razón por la que he venido a Wau en estas circunstancias y con estas personas. He aprendido a no darme nunca por vencido con nadie, a pesar de los problemas que me puedan crear. Todos tienen derecho a equivocarse, y eso me incluye también a mí, por supuesto. Uno de mis gigantes espirituales en mi noviciado me dijo algo personalmente cuando estaba rezando ante el Santísimo Sacramento. Vino a mí y me bendijo, me dijo lo que yo estaba pensando y luego me habló sobre el futuro. Algunas de las cosas que me dijo se han cumplido; otras se están formulando conforme voy viviendo esta aventura en el Sur del Sudán. Espero que lo que él me predijo se cumplirá algún día. Debo deciros que yo estoy muy contento de estar aquí y que si muero aquí me enterréis aquí bajo una de las grandes higueras que hay en nuestra casa de la comunidad en Wau. Que María siga dirigiéndome en el trabajo que hago aquí en el Sur de Sudán. Que Dios os bendiga y que todos crezcamos en santidad.

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