El Rosario de la Virgen María ha sido y es desde siempre una de las oraciones más apreciadas por el pueblo cristiano por su sencillez y profundidad. Aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en el misterio íntegro de Cristo. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio.
Por medio del Rosario los Misioneros Claretianos «veneramos con amor filial a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, asociada de todo corazón a la obra salvífica de su Hijo» (CC 36). Así aprendemos de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y experimentamos la profundidad de su amor para anunciarlo a los hombres. El Rosario ha sido una de las tradiciones más queridas que la Congregaciónrecibió del P. Fundador (cf. CC 36 y Dir. 87).
Antonio María Claret recuerda que desde muy niño encontró en el rosario el mayor tesoro (cf. Aut 44). Su familia, la escuela, la parroquia y en particular el libro del Roser (cf. Aut 45) fueron sus instructores directos. Nunca olvidaría el santo con qué fervor lo rezaba en sus subidas frecuentes al santuario de Fusimaña con su hermana Rosa. Como hijo de su tiempo, Claret hace suya esta devoción, ya profundamente arraigada en la España del siglo XIX hasta convertirla en su devoción por excelencia que nunca abandonaría. Más aún, sintió muy viva la relación que existía entre el rosario y la evangelización. Por eso la usó como instrumento misionero, popular y eficacísimo, de anuncio de la Palabra, la mejor de las armas contra los enemigos de la fe.
Tanto en su vida de joven estudiante y trabajador en Barcelona, como en sus años de seminarista o de sacerdote, o en sus aventuras misioneras y en sus desvelos como Arzobispo y Confesor, se esforzó no solo en practicar sino en inculcar esta devoción en todos. Tuvo la conciencia de ser el Domingo de los tiempos modernos, como le llamó la Virgen (cf. Aut 677). El P. Fundador nos legó a los claretianos esta preciada herencia. Ya en el año 1865 había hecho testamento en favor de la Congregación, y, por tanto, por disposición suya y aceptación por parte del P. Xifré, todo su patrimonio pasó a nuestro Instituto. Pero la mejor herencia vino después. Poco antes de morir en Fontfroide entregaba como herencia a sus hijos, en la persona del P. Clotet, el rosario que había usado siempre en su misión evangelizadora, junto con la Palabra de Dios (cf. Aut 271). Este episodio sucedió el 12 de octubre de 1870. Lo refiere el mismo P. Clotet al recordar las palabras del santo moribundo: «Tome usted mis rosarios y consérvelos» (3, p. 832).
Hoy al recordar a María en su advocación de Nuestra Señora del Rosario, renovamos esta conciencia y esta preciada práctica, legada con interés por nuestro santo Fundador.