La solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos, que celebramos al día siguiente, engloban en sí, de modo muy especial, la fe en la vida eterna (últimas palabras del Credo apostólico). Si bien estos dos días enfocan ante nuestros ojos lo ineludible de la muerte, dan al mismo tiempo testimonio de la vida. Se trata de dos días grandes en la Iglesia que prolonga su vida, de cierta manera, en sus santos y en todos los que se han preparado a esa vida sirviendo a la verdad y al amor.
Recordamos en este día de noviembre a todos aquellos que se nos han ido y a los que nos ha unido diversos lazos de carne, de fe, de vocación, de amistad, de trabajo, de cercanía, de caridad. Su partida nos deja irremediablemente en el alma una perdurable sensación de soledad y de dolor. Un fino desgarro nos asola con su partida. Es aquella experiencia que Gabriel Marcel comprendió perfectamente cuando agudamente decía que «el verdadero problema no es mi muerte, sino la de los seres queridos». Es cierto: morir sólo es morirse; pero ver morir a los que se ama es una mutilación para la que la naturaleza humana no parece estar preparada.
Las Constituciones de 1971, antes de prescribir los sufragios, consignaban en sencillas palabras un verdadero homenaje de caridad hacia los que nos precedieron. El texto, aunque corregido, bien merece ser recordado: «Nuestros hermanos que, después de haber trabajado en la viña del Señor, descansan en Cristo aguardando la resurrección y la venida del mismo, continúan unidos en íntima unión de caridad con nosotros que todavía peregrinamos. Por tanto, estamos obligados a rogar a Dios por ellos y a honrar sus cuerpos que fueron vaso de elección».
El día de la Conmemoración de los Difuntos hace converger nuestros pensamientos particularmente en aquellos hermanos nuestros que, después de dejar este mundo, esperan alcanzar la plenitud de la unión con Dios. Sabemos que la comunión con estos hermanos no se interrumpe con la muerte. No nos desinteresamos de ellos después de nuestra despedida en la liturgia de exequias. Entran en el misterio de Dios. Con la Iglesia rogamos por ellos a Dios. La intercesión por nuestros difuntos, claretianos, familiares y bienhechores actualiza nuestro amor hacia ellos en la fe en el Dios Salvador. En nuestra intercesión hacemos su memoria ante Dios, y establecemos una misteriosa solidaridad y comunión, ponemos en acto nuestra amistad y experimentamos esperanza y consuelo.