Esta fiesta junta los nombres de dos apóstoles que nunca encontramos emparejados en el Nuevo Testamento. Dado que la liturgia, siguiendo a Lucas, identifica a los apóstoles con los Doce (no así otros autores del Nuevo Testamento), hemos de suponer que el Santiago que hoy celebramos es Santiago el de Alfeo, que ocupa invariablemente el noveno lugar en las listas de los Doce; Felipe ocupa el quinto.
Este Santiago debe ser distinguido de Santiago el hijo de Zebedeo, de Santiago el pequeño (cf. Mc 15,40), y de Santiago el hermano del Señor (cf. Mc 6, 3; Gal 1,19); pudiera ser hermano del discípulo de Jesús llamado Leví (cf. Mc 1,14) apellidado igualmente el de Alfeo. Probablemente Alfeo fue un personaje bien conocido en la primitiva comunidad de Jerusalén. El nombre Santiago, en hebreo y arameo Iakob (a quien Dios protege), era frecuentísimo en el judaísmo. Individuado así este apóstol de Jesús, hemos de resignarnos a no conocer ningún dato histórico sobre la biografía de este santo de hoy.
Su compañero de calendario, Felipe, corre mejor suerte. Mientras que los sinópticos se limitan a transmitir su nombre, el cuarto Evangelio nos informa de que procedía del círculo del Bautista y fue de los primeros en seguir a Jesús (cf. Jn 1,43 ss.), que era natural de Betsaida (cf. Jn 6,8) y que guarda una estrecha relación con Andrés. Son los dos únicos miembros del grupo de los Doce que tienen nombre griego. Ambos intervienen en la multiplicación de los panes, y hacen de intermediarios a unos griegos que quieren ver a Jesús (cf. Jn 12,22). En la cena, Felipe aparece como poco perspicaz, ya que no ha percibido la presencia del Padre en Jesús (cf. Jn 14,8).
El P. Fundador contempla a los apóstoles ante todo como predicadores, pero no unos predicadores cualesquiera, sino débiles e incapaces humanamente hablando, y perseguidos; pero llenos de éxito gracias al Dios que los enviaba. «¡Oh santísimos y gloriosísimos primeros predicadores y fundadores de la fe! ¿Habrá quien pueda dudar si en realidad fueron hombres enviados de Dios, y unidos y dedicados a él? Comenzaron su admirable empresa contra todas las apariencias y consejos de la humana razón; prosiguiéronla en medio de la poderosa oposición de todas las gentes; creció el número de sus seguidores más allá de toda posibilidad natural y de toda imaginación; se mantuvieron firmes en medio de las mayores aflicciones y contradicciones, tormentos insoportables y muertes dolorosísimas […]. Derrocaron el poder del infierno solo con el nombre del Señor resucitado, de su maestro Jesús; y vieron sometido de una manera inconcebible, al mismo Maestro, a su evangelio, todo el imperio romano junto con las naciones que le estaban sujetas»