A Matías, como a Pablo y a Bernabé, les reconoce la iglesia el título de apóstoles, aun sin haber pertenecido al grupo prepascual de los Doce. La información neotestamentaria sobre este apóstol —cuyo nombre, apócope de Matatías, significa Don de Dios— es mínima. Solo se le menciona con motivo de su elección para ocupar la vacante producida por la defección de Judas Iscariote.
Pero esta anécdota tiene gran interés histórico y teológico. Ella nos confirma la impresión que nos deja el cuarto evangelio, y también algunos pasajes sinópticos, de que, además de los Doce, Jesús tuvo otros seguidores y seguidoras (cf. Lc 8,1-3; Mc 15,41) más o menos permanentes, a los que se concederá un rango especial en los orígenes de la iglesia.
La importancia teológica de la elección de Matías radica en su cooperación a un hecho simbólico: Pentecostés es, para el autor de Hechos, el momento del nacimiento de la iglesia; ahora bien, esta iglesia, nuevo pueblo de Dios, debe apoyarse en los nuevos Doce Patriarcas. Después de Pentecostés, en cambio, no se experimenta tal necesidad, de modo que, cuando desaparezca Santiago, el hijo de Zebedeo (cf. Hch 12,2), no se procede a elegirle un sustituto.
En la persona de Matías concurren todas las características del auténtico apóstol: siguió y escuchó a Jesús, por intervención divina fue integrado en el grupo de los Doce y vivió la comunión con ellos, y se entregó a dar testimonio de la resurrección del Señor.
Como sucede con varios de los Doce, tampoco sobre el futuro ministerio de Matías tenemos información segura. A partir de la Historia Eclesiástica de Eusebio (siglo IV), se considera que predicó el cristianismo en Etiopía, si bien su sepulcro se venera en la iglesia de la abadía benedictina de Tréveris (Alemania), llamada precisamente Abadía de San Matías, a donde habría sido trasladado su cuerpo por orden de santa Helena. Pero esta tradición no está documentada antes del siglo XI. En dicho sepulcro se le elogia en estos términos: «fue doctísimo en la ley del Señor, limpio de cuerpo y prudente de espíritu, agudo en solucionar problemas bíblicos, consejero previsor, predicador insigne, realizador de numerosos milagros, devolvió su espíritu a Dios sufriendo el martirio con las manos elevadas al cielo» (1, p. 152).
El P. Fundador, un tanto hastiado de quienes buscaban dignidades y beneficios eclesiásticos apoyándose en valedores humanos, frecuentemente en el poder de influencia del propio Claret, hace este curioso comentario a la elección de Matías: «Dos eran los sujetos propuestos, en quienes, según el juicio de todos, concurrían las cualidades necesarias para ser elevados al apostolado, José y Matías. José, llamado por sobrenombre el Justo, era pariente de Jesús, y sin embargo la suerte cayó no sobre él, sino sobre Matías. Dios, quien según las Escrituras, gobierna y dirige las suertes de todos, quiso dar a entender con esto que las dignidades eclesiásticas no deben darse por razón de parentesco ni amistad, sino según los méritos y talentos del candidato» (3, p. 215).