San Alfonso María de Ligorio nació en Marianella (Nápoles – Italia) el 27 de septiembre de 1696. Fue el primogénito de una familia numerosa de la nobleza napolitana. Tuvo una formación muy esmerada. Era aún muy joven cuando alcanzó el doctorado en ambos derechos y ejerció como abogado y juez.
Siendo ya un reputado abogado, perdió judicialmente una causa muy importante por intereses políticos, lo que le provocó una fuerte crisis. Tras un largo proceso de búsqueda espiritual, renunció a su profesión de abogado e inició los estudios eclesiásticos, a pesar de la fuerte oposición de su padre. El 21 de diciembre de 1726, a los 30 años, recibió el presbiterado.
Estrenó su sacerdocio en los suburbios de Nápoles, especialmente entre los muchachos de la calle. Para ellos instituyó las llamadas capillas del atardecer, una experiencia de reeducación social y religiosa, que consistía en unas reuniones en la calle, al aire libre, dirigidas por los mismos jóvenes marginados para escuchar, acoger y ofrecer la Buena Noticia. A su muerte existían 72 capillas con más de 10.000 participantes.
En Scala, cerca de Amalfi (Italia), tuvo una intuición que será decisiva para su futuro: dedicarse con otros compañeros a la salvación de los más abandonados, a la evangelización de la gente sencilla y pobre, especialmente la de las zonas rurales. El 9 de noviembre de 1732 fundó la Congregación del Santísimo Redentor.
Fue consagrado obispo de Santa Águeda de los Godos en 1762, a pesar de sus reiteradas negativas. Puede considerarse un gran obispo misionero. El año 1775 obtuvo la renuncia a su diócesis y se retiró a la comunidad redentorista de Pagani, donde falleció el 1 de agosto de 1787. Fue canonizado el año 1831, proclamado Doctor de la Iglesia en 1871 y Patrono de los Confesores y Moralistas el año 1950. Escribió 111 obras de espiritualidad y de teología.
Son muchas las semejanzas entre Alfonso María de Ligorio y Antonio María Claret: espiritualidad, inquietud misionera, escritos para la gente sencilla, por citar algunas. Ligorio es uno de los autores que Claret consideró como predicables. Él mismo confesó que había leído sus obras con sumo interés (cf. Aut 300) y las recomendó a otros.