El día 29 de junio de 1868, el Pontífice Pio IX estremeció al mundo con la bula “Aeterni Patris”. Con ella convocaba un concilio ecuménico que debía comenzar en la festividad de la Inmaculada, el 8 de diciembre de 1869. Como los Obispos titulares también habían sido admitidos, el Padre Claret hallábase incluido en la convocatoria. Allí encontró el P. Claret al Obispo Caixal, el gran amigo y colaborador de toda la vida, a quien el gobierno revolucionario de España negó el pasaporte para asistir al concilio, pero que pasó las fronteras como soberano de Andorra y desde el primer pueblo francés había comunicado a sus perseguidores que se dirigía a Roma para cumplir la voluntad del Papa.
Así, el P. Claret, aunque personalmente intervino poco, por varios motivos, en las Congregaciones, tuvo mucho peso en la marcha de las mismas, gracias a aquella selecta representación de prelados hechura suya. Efectivamente, con él se compenetraban, y con gran vigor y fidelidad estuvieron siempre en las avanzadas del dogma sobre la infalibilidad pontificia, ayudando a batir eficazmente a los portavoces del galicanismo en sus diversas formas y manifestaciones, la verdadera y más tenaz oposición del concilio.
Así pues, el día 8 de diciembre de 1869 se abrió la asamblea con toda solemnidad en el brazo derecho del crucero de la basílica de San Pedro. El P. Claret iba de los últimos, entre los arzobispos más venerables. Él era el numero 40 por antigüedad en su promoción, y veía delante de sí la juventud de la Iglesia Católica, que incesantemente se renueva. Cuando la asamblea conciliar, después de un breve período de suspensión, volvió a reunirse, muchos le contemplaban, venerable entre todos, como al santo del concilio.
A los ocho días de la inauguración, había escrito al Reverendísimo P. Xifré, reflejando sus primeras impresiones y dando algunas noticias acerca del movimiento de las tareas conciliares: “El santo concilio ha empezado y sigue muy bien, gracias a Dios; las sesiones se tienen en una de las capillas del crucero del Vaticano, preparado para ello… Yo estoy en el número 40. Soy de los viejos”. A partir de aquel día memorable, el P. Claret se entregó en cuerpo y alma a los trabajos de tan augusta reunión. Apenas hay cartas de estos días en que no haga alusiones a ellos, aunque el secreto impuesto a los conciliares contenía imponía una discretísima reserva, que él nunca se permitió traspasar ni un ápice. El 13 de diciembre escribía a la Madre París: “Estamos asistiendo a las reuniones del santo concilio, y sigue muy bien, gracias a Dios. Yo espero grandes cosas de este santo concilio. Roguemos mucho a Dios y a la Santísima Virgen en cuyo día empezó”.
Y al P. Xifré, el 14 de mayo de 1870 contaba: “Ya recibirá las Resoluciones del Concilio; estoy muy ocupado; a veces salgo con la cabeza cargada como un bombo; hoy es un día de ellos; ya ve, hasta la presente carta lo dice con la equivocación. Me vienen muchos encargos y asuntos de muchas partes, que me tienen muy molesto y fatigado” Y a Paladio Currius escribía el 17 de junio: “Estoy muy ocupado. Casi todos los días tenemos Concilio o Capilla papal. Antes de las 8 salgo de casa y no vuelvo hasta las 2 de la tarde, a veces con una cabeza como un bombo. El día 29 del pasado Mayo me dio una especie de sombra de feridura, de modo que la lengua no podía hablar claro…”.
De las Congregaciones que se fueron sucediendo para discutir la cuestión de la infalibilidad pontificia, fue notable la 52 celebrada el día 19 de mayo. En ella Hefele, Obispo de Rotenburgo, pronunció una extensa disertación apurando las objeciones históricas contra la infalibilidad. El Cardenal Arzobispo de Viena corroboró con otro discurso, que obtuvo un cierto efecto entre los Padres conciliares. El arzobispo Claret, a quien su salud y otras circunstancias no le permitían intervenir activamente en las discusiones de las Congregaciones generales, al oír los discursos de este día ya no pudo contenerse más y propuso levantar también su voz en el concilio como testigo de la fe.
El golpe recibido había sido fatal. Aunque los baños y medicinas prescritos por los médicos le tonificaron algo, el Padre Claret quedó herido y maltrecho en su salud, hasta el punto de no poder corregir las pruebas del librito “Las dos banderas”, que estaba preparando; no obstante, lo cual aún hacía lo posible por escribir y seguir las deliberaciones del concilio. A esta situación de malestar y de impotencia orgánica, hay que añadir que Claret llevaba una vida pobre y mortificada como nunca; ni coche tenía para sus continuos desplazamientos a las reuniones, ni criados para su servicio, ni dinero para las mil conveniencias y comodidades que hubiera podido brindarle Roma. Una pobreza que era completamente voluntaria, ya que una palabra suya a Isabel II, a Naudó, al P. Xifré o a D. Dionisio, hubiera bastado para proveerle abundantemente de numerario, con inmensa satisfacción de los remitentes; pero se gozaba en su abandono en manos de la Providencia, que, por otra parte, tampoco le desamparaba en sus más imprescindibles necesidades.
Todos los romanos que le trataron, escribe el capellán P. Lorenzo Puig, quedaron admirados de su sencillez y modestia; de modo que un día cierta persona de elevada posición, que conocía bien al Arzobispo, dijo que era el más edificante de todos los Padres del concilio. Y en confirmación de esto mismo, un sacerdote español, llamado Hilario Torrens, estando en la Basílica de San Pedro, en una ocasión en que se reunieron los Obispos, dijo: “Se debe hacer justicia, pues de cuantos Prelados y demás Padres he visto entrar en la sala del concilio, el más modesto y edificante de todos es el arzobispo Claret”.
– P. Placide Sumbula, C.M.F.