SALVADOS POR LA SANGRE DE CRISTO
La Eucaristía es el misterio de entrega más radical y total que podemos imaginar. Hay Eucaristía porque Cristo quiso entregarse —totalmente— por nosotros. No imaginemos este misterio salvador desde una perspectiva física, como si cuanto más sangrienta fuera la entrega, más garantizada quedase la redención. No es así. La redención en Cristo es como el amor: sin límites, sin medida, sin fronteras. Los seres humanos vamos creciendo, aprendiendo a darnos, “ensayando” generosidad hasta que, poco a poco, va haciéndose carne de nuestra carne.
Pero no es así en Dios, para quien no hay tiempos, ni lugares, ni particiones. En Dios está como un todo nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Toda la eternidad. Su amor es amor total; sin barreras, sin grados. De una vez para siempre. Hasta el extremo. Bíblicamente, para un hebreo, la sangre simboliza la vida, la fuerza, el dinamismo. Si nos desangramos, nos morimos; vamos quedándonos poco a poco pálidos, sin fuerza. Si alguna vez has comprobado en un enfermo los efectos de una transfusión, puedes entender bien de qué hablamos. Recibir sangre es recibir la vida. Así con Cristo: dio su sangre hasta la última gota, porque nada de su vida se reservó para sí.
Pero la entrega de Cristo -y cada Eucaristía- sería baldía si no hubiera una comunidad que la acogiera y la hiciera realidad actual: “haced esto en memoria mía”. Desde entonces hasta hoy, seguimos escuchando esta invitación en nuestro corazón: “haced esto en memoria mía”. Todos los cristianos somos pueblo sacerdotal por nuestro Bautismo (lo dice hasta el Derecho Canónico, canon 1322), y, en Cristo, somos llamados a ofrecernos al Padre con Él, con su vida y su muerte, con su sangre.
¿Cómo vivo la Eucaristía? ¿En qué medida afecta a mi entrega y a mi disponibilidad radical la entrega de Cristo que celebramos y revivimos?