CELO APOSTÓLICO
“Donde está tu tesoro allí estará tu corazón” (Mt 6,21). Esta frase recoge el motivo y la intencionalidad de nuestro ser y hacer en la vida. El corazón es signo de amor. Por amor nos atrevemos hasta arriesgar la propia vida por lo que queremos vivir y hacer. La pasión nace del corazón. Lo que nos apasiona nos hace gastar las fuerzas de la vida. La vocación a la que hemos sido llamados como discípulos y testigos de Jesucristo nos compromete desde el corazón a apasionarnos por Dios en la pasión por nuestros hermanos, especialmente los más necesitados.
En la predicación pública de Jesús y en su “educación especial” a los seguidores más cercanos (cf. Jn 13-16), el amor al prójimo es el tema recurrente. Recuerda una y otra vez el mandamiento principal de la antigua ley: “amar a Dios con todo tu corazón, toda tu alma… y al prójimo como a uno mismo” (Mc 12, 30-31; cf. Lv 19,18), e insiste en que la característica de sus discípulos consistirá en el amor mutuo, un amor que debe llegar hasta dar la vida por el otro (cf. Jn 15,12-13).
Claret, en su oración personal, pedía con gran deseo ese amor, con lo cual demostraba que ya lo poseía, pero quería que fuese a más. Una imagen especialmente del gusto de Claret fue la de la fragua. Ya no quedan en occidente herrerías artesanales como las que él conoció, pero no por ello la imagen nos tiene que resultar ininteligible. El hierro, en sí mismo frío y duro, metido en el fuego se hace blando y dúctil, y, por supuesto, abrasador como el fuego mismo; no se lo puede tocar. Cuando alcanza ese estado casi líquido (“el hierro se hace caldo”, decían los antiguos), es maleable, se le puede dar la forma que se desee; y eso lo hace el herrero a base de martillazos sabiamente dirigidos.
¿Qué es lo que mueve mi vida y mi compromiso misionero? ¿Qué busco con mi acción o mi trabajo apostólico?