CORAZÓN DE MARÍA, FUENTE DE CARIDAD
La liturgia nos ayuda a vivir los misterios de la vida de Jesús. Desde adviento hasta pentecostés van pasando ante los ojos del discípulo los momentos fuertes de la vida del Señor Jesús. Y durante el tiempo llamado “ordinario” se van desgranando los valores del mensaje evangélico. En su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, nº 10, nos indica el beato Juan Pablo II el mejor método para conseguir –como María- las virtudes que deben hacer arder nuestro corazón:
“La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial…Los ojos de su Corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación…Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él”. Esa mirada -explicita Juan Pablo II- unas veces será de admiración, otras de cuestionamiento, otras profundamente penetrante. Llegará también la ocasión de la mirada dolorida, a la que sucederá la radiante y culminará con la ardorosa por la efusión del Espíritu en Pentecostés.
Es evidente que Claret contempla el Corazón de María para imitar y configurar su corazón con el de su Madre y Madrina. Y siente que no es sólo una maternidad que cobija y retiene al hijo, como la madre canguro en su bolsa protectora. María forma para ser capaz de enfrentarse al riesgo. Lanza a su hijo a la aventura arriesgada de anunciar la Buena Noticia. Y, para ello, ha captado que tiene que vivir heroicamente el amor a Dios y al prójimo. Por eso, en su Autobiografía, Claret aleccionará a sus misioneros: “La virtud más necesaria es el amor. Debe amar a Dios, a Jesucristo, a María, y a los prójimos. Si no tiene amor, todas sus bellas dotes serán inútiles; pero, si tiene grande amor, con las dotes naturales lo tiene todo” (Aut 438)
El Corazón de María, con su fuego de caridad, es la fragua donde debemos poner el hierro frío, y quizá hasta con herrumbre, de quienes queremos ser auténticos testigos del evangelio.