LA INOCENCIA NO TIENE PRECIO
Los valores que hoy se cotizan en nuestro mundo tienen que ver con el triunfo y las reglas de una sociedad competitiva. Por contraste, también somos sensibles a la libertad, la justicia, la solidaridad, etc. Pero en las encuestas sobre valores no suele aparecer la inocencia. Suena como un ideal imposible o demasiado pueril en una sociedad “adulta”, autosuficiente y, a menudo, corrupta. Y, sin embargo, la inocencia, simbolizada por los niños, nos devuelve la verdad de lo que el mundo tendría que ser.
En este sentido, un niño es siempre un recordatorio del mundo perdido o, quizá mejor, del mundo que Dios sueña, del mundo por venir. Un niño es un tesoro. Las sociedades que controlan el nacimiento de los niños (pensemos, por ejemplo, en la política china del “hijo único”) están preparando su propia tumba, porque renuncian a la mejor “reserva de humanidad” que poseemos. Rabindranath Tagore decía que cada vez que un niño nace caemos en la cuenta de que Dios no se ha olvidado de nuestro mundo. Un mundo sin niños, demasiado adulto, no sabe de dónde viene ni adónde va.
Pero Claret advierte que el niño puede conservar o perder su inocencia según la educación que reciba. Es una llamada a la responsabilidad. Jesús tiene palabras duras para quienes pervierten la inocencia de un niño: “Si alguno hace que los pequeños que creen en mí tropiecen y caigan, más le valdría que lo arrojasen al mar con una piedra de molino atada al cuello” (Mt 18,6). La perversión no se reduce al “abuso sexual de los menores”, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo en nuestro tiempo. Hay quizá una perversión más sutil y dañina: robar al niño la inocencia de quien pone su confianza en Dios como Padre y quiere vivir su vida como hijo digno, libre, seguro y feliz. Toda buena educación tendría que ayudar al niño a consolidar y desarrollar esta experiencia.