LA VIRTUD IMPRESCINDIBLE
Se dice que hay personas que “viven” y personas que “son vividas”; ¿por quién? por lo que las rodea. Hay vidas con pasión y hay vidas anodinas, de quien anímicamente “ni siente ni padece”; es una profanación del precioso don de la vida; éste, por sí sólo, debiera ser suficiente para entusiasmar, para “apasionar” (=causar pasión). El mero “durar” no equivale a “vivir”.
Se tiene “pasión” cuando se experimenta motivo para levantarse cada mañana y ponerse a trabajar, porque hay algo – o alguien – que “me dice mucho”. Sólo en ese caso se vive vida verdaderamente humana, no mecánica; es uno mismo quien decide y actúa; no “es llevado”, sino que va.
Las palabras del P. Claret que hoy motivan nuestra reflexión son autobiográficas: él vivió así. Su paso por el mundo no fue el de un atormentado, pero sí el de un afanoso y apasionado: le decía mucho la causa de Dios y la causa del hermano, y le faltaba tiempo para servir a una y a otra. En algunos ejercicios espirituales hace el propósito de no perder un minuto de tiempo; como el día le resultaba corto, hurtaba tiempo a sus horas de sueño, hasta habituarse a no dormir más de tres o cuatro cada noche.
El único título que Claret quiso para sí mismo – y lo pidió y obtuvo – fue el de “misionero apostólico”, es decir, poder dedicarse al testimonio de Jesucristo según el modelo de los apóstoles. Esta fue la fiebre que de continuo le abrasó. Cuando habla del amor como la fuerza que dinamiza las cualidades naturales, no teoriza, sino que habla de sí mismo. Hay algo que no parece haber conocido: desgana, aburrimiento, o “desvitalización”. Él confió siempre en la providencia, pero ello no disminuyó su responsabilidad en el uso de las propias cualidades, siempre potenciadas por el amor.