ASTUCIA PARA EL BIEN
A menudo, la evangelización de hoy se pierde en un bosque de análisis, opciones y prioridades. Claret comprendió bien las palabras de Jesús: “De los que son como niños es el reino de los cielos” (Mc 10,14). Él creyó en los niños como tierra buena que acoge la Palabra de Dios y también como evangelizadores de los adultos.
Las experiencias vividas en los primeros años de nuestra infancia nos marcan para siempre. Plantar la semilla de la fe en un niño significa introducir a la persona en la experiencia de la confianza radical, de saberse amada incondicionalmente por Dios. Esta “semilla” irá fructificando a lo largo de toda la vida. El niño es la tierra buena que acoge la semilla de la fe porque su corazón sencillo, libre de prejuicios, sintoniza espontáneamente con la fuente de la vida. Claret nos invita a cuidar con esmero la transmisión de la fe a los niños, sin dejarnos llevar por el mito de que solo los adultos pueden creer, como si la fe fuera “solo” una mera opción entre otras y no, ante todo, una experiencia de gracia que se recibe inmerecidamente.
Por otra parte, un niño que vive con alegría y sencillez su relación filial con Dios se convierte en evangelizador de sus padres, no tanto a través de sus palabras sino de la confianza en la vida que transmite. En este punto es también interesante la observación de Claret. A veces, los materiales catequéticos preparados para los niños –como sucede también con las celebraciones litúrgicas pensadas para ellos– son, por su sencillez y frescor, los que más llegan a los adultos, a menudo perdidos en las complicaciones de la vida. En una cultura de la desconfianza y la sospecha, la fe del niño nos ayuda a restaurar la confianza básica en Dios, sin la cual no se puede construir la vida ni acoger el don de la fe.