LA POBREZA QUE NO DUELE
San Francisco de Asís.
Existe una pobreza-virtud, pobreza elegida, y existe una pobreza que es miseria forzada. La primera humaniza y hace libre; la miseria forzada deshumaniza, a veces embrutece y hasta conduce a la delincuencia; a la miseria económica se asocia con facilidad la miseria cultural y moral.
La bienaventuranza de la pobreza ocupa el primer lugar, tanto en Lc 6, 20ss como en Mt 5, 3ss. Pero no tiene el mismo sentido ni la misma formulación en ambos evangelistas. En Lucas, probablemente más cercano al pensamiento de Jesús, se declara bienaventurados a los pobres porque dejarán de serlo gracias a una pronta intervención de Dios en su favor; da a entender que esa situación no es querida por Dios. En esa línea, el arzobispo Claret, al percibir la miseria en que vivían muchos sacerdotes en Cuba, intervino ante la Reina y el Gobierno para que se les asignase un sueldo digno: “para que [el clero] obre como debe y de él se exige, es preciso que no tenga que mendigar o reclamar el sustento por medios poco decorosos” (EC I, p. 517); le hería el hecho de que “a veces el pobre cura se ve precisado a ir a la choza del negro para que le convide a comer su ñame y su plátano, para no perecer de miseria” (EC I, p. 608).
En Mateo 5, 3 la expresión “pobres de espíritu” no describe una situación sociológica, sino un desprendimiento voluntario, opción que sólo puede adoptar quien es muy rico de espíritu. San Pablo hablaba de su indiferencia frente a la hartura o el hambre, indiferencia debida a que “todo lo puede en Aquel que le conforta” (Flp 4, 13). Claret hará una confesión muy semejante: “Vos sois para mí suficientísimo” (Aut 445). Quien tiene esa peculiar riqueza puede definirse como San Pablo y sus colaboradores: vivían “como quienes nada tienen, pero poseyéndolo todo” (2Cor 6, 10).