LAS GRANDES PRUEBAS DEL AMOR
En una consigna solemne a sus misioneros, el P. Claret les advierte que deben arder en caridad; por lo cual no pensarán sino “cómo imitar a Jesucristo en trabajar y sufrir” (Aut 494). En estas palabras define lo que ha sido su propia vida: un continuo “desvivirse”. Un poeta español del siglo XIX, que se hizo muy popular, dice acerca de sus compaisanos: “Me enseñaron a rezar, / enseñáronme a sentir / y me enseñaron a amar;/ y, como amar es sufrir/, también aprendí a llorar” (J.M. Gabriel y Galán). Y otro más reciente escribió: “llegó con tres heridas: la de la muerte, la del amor y la de la vida” (Miguel Hernández).
El amor humano es simultáneamente fuente de gozo y de dolor; se dice que hay “amores que matan”. El dolor se debe a veces a ausencia de la persona a quien se ama; en otros casos procede de la percepción de sus desgracias. Claret tuvo una mirada muy profunda para percibir lo que no dignificaba la vida de sus hermanos, sino que la deterioraba. Sobre todo observó que muchos no disfrutaban su categoría de hijos de Dios, quizá hasta la rechazaban, o bien, otras personas no respetaban esa su dignidad.
La respuesta a tales situaciones fueron la predicación, los escritos y la puesta en marcha de obras benéfico-sociales (además de la práctica habitual de la limosna). La dedicación a esas tareas, en sí misma sacrificada, se convierte en pesada cruz cuando, en lugar de reconocimiento, suscita persecución contra quien la protagoniza. Este fue el caso de Claret y de otros muchos santos.
“Al atardecer de la vida nos examinarán del amor”, dice San Juan de la Cruz. Que no quede para la última tarde; cada atardecer debemos examinar cuánto hemos amado, que quizá equivalga a cuánto hemos sufrido.