Mariano Avellana nació en Almudévar, provincia y diócesis de Huesca (España) el 16 de abril de 1844, quinto hijo de los ocho que tuvieron sus padres Francisco y Rafaela, de buena posición y buenas costumbres. El mismo día de su nacimiento fue bautizado en la capilla de santa Ana de la iglesia parroquial, propiedad de su familia. Él mismo escribiría más tarde: «a la religiosidad de mis padres, después de Dios, debo el ser sacerdote».
Hizo su carrera presbiteral en el seminario de su diócesis de Huesca. Ya ordenado, y con el ardiente deseo de abrazar una vocación más misionera, viajó a Prades (Francia) en 1870 para hacerse misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María. Ya en la Congregación fue enviado a Chile con la tercera expedición de Misioneros Claretianos a América en 1873. Formó parte de las comunidades de Santiago, La Serena, Valparaíso, Curicó y Coquimbo. Falleció el 14 de mayo de 1904, a los 60 años, durante una misión en el hospital de Carrizal Alto, pueblo minero, perteneciente al actual obispado de Copiapó. Sus restos reposan en la iglesia Corazón de María de Santiago de Chile.
Su mayor influencia ha sido su altísimo ejemplo de vida como religioso y como misionero. Sin lugar a dudas se puede afirmar que fue uno de los misioneros que mejor supo seguir las huellas del Fundador. Su prestigio apostólico aún permanece, sorprende y atrae a quienes lo conocen.
En Chile ocupó diversos cargos de superior, consultor local y consultor de la Visitaduría en 1896. Quedó al frente de los misioneros en Chile durante la ausencia del Superior Mayor, a lo largo de varios meses. Se confió en él para las fundaciones de las casas de La Serena y Coquimbo.
Admirable sobre todo en la heroicidad de sus virtudes, confirmadas por el testimonio de muchos. El P. Luis Cristóbal lo consigna en Crónica y Archivo atestiguando sus esfuerzos para alcanzar la santidad: «se dio al apostolado sin descanso y a su propia santificación con un vencimiento hasta el heroísmo de su fuerte naturaleza y un gran espíritu de oración, fiel a su lema o santo o muerto». Su itinerario de santidad misionera fue una viva llamada para todos mostrando que, con una fuerte voluntad ayudada por la gracia de Dios, cualquiera puede mantener un proceso de crecimiento de su fe y llegar hasta lo más alto. Aparece como un misionero íntegro y coherente en su vocación claretiana, vivida sin componendas de ningún tipo. Lo avala su radicalismo evangélico y su actividad incansable en sus más de 700 misiones, su trabajo catequético itinerante y sus continuas visitas a cárceles y a hospitales. El mismo pueblo de Dios ya le canonizó en vida llamándole el santo P. Mariano y la Iglesia al declararlo Venerable el 23 de octubre de 1987 por decisión del papa Juan Pablo II.