MARÍA, OYENTE Y ORANTE
Nuestra Señora del Rosario.
El rezo del Rosario, tan vivamente recomendado por Claret como efectiva devoción mariana de cara al apostolado, ha quedado, para muchos cristianos, relegado al olvido. Quizá por eso, el Magisterio de la Iglesia lo ha revalorizado en varios documentos recientes.
Es evidente que la iglesia no puede relegar a la Madre de su Señor. Tampoco se la debe exaltar poniéndola casi al mismo nivel de su Hijo. Siempre subordinada a Él, María tiene su puesto en la misión salvadora del Hijo: su función de mediación materna.
Ella es, además, modelo para el pueblo fiel en cuanto acogedora de la Palabra. En ese contexto cobra su significatividad el Rosario, oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, y calificada por Pío XII como “compendio de todo el Evangelio”. El Rosario es una oración-meditación de los misterios de la vida del Hijo bajo la guía de Aquella que estuvo unida a Él desde Belén al Calvario, sucesos que conservaba y meditaba en su Corazón (cf. Lc 2,19 y 51): “el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo y la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia” (así Pablo VI, en 1974, en su Encíclica Marialis cultus nº 49).
Los Papas -recordaba Pablo VI- “han recomendado muchas veces el rezo frecuente del Rosario, favorecido su difusión, ilustrando su naturaleza, reconocida la aptitud para desarrollar una oración contemplativa, de alabanza y de súplica al mismo tiempo, recordando su connatural eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico” (Marialis cultus nº 42). Claret la inculca al apóstol, que lleva como tarea la identificación con Cristo en su servicio al mundo. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, fue el programa que Juan Pablo II indicó a toda la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a afrontar con entusiasmo la nueva evangelización.
Como apóstol, ¿qué cualidad de la Virgen María admiro más y considero para mí como más necesaria? ¿Por qué?