CONFIANZA EN EL DIOS PROVIDENTE
¿Has jugado alguna vez a cerrar los ojos y, sin mover los pies ni levantarlos del suelo, ir inclinando poco a poco tu cuerpo? Cuando estás a punto de perder el equilibrio y caerte al suelo hay unas manos de alguien que te sostienen y, con un empujoncito, ¡te ponen otra vez en pie! En la medida en que vas inclinándote cada vez más, tienes que ir confiando no en ti mismo sino en el otro. Tienes que arriesgarte, dejando a un lado tu seguridad para lanzarte a lo desconocido…
Dejar las propias seguridades es equivalente a ser pobre. Ser pobre, como María, es vivir con esta actitud ante la vida: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). Ella practicó un desprendimiento y una total confianza en él, pero… simultáneamente mantuvo los pies en el suelo, en la realidad que le tocó vivir, como una más. Ella vivió la soledad y las difíciles condiciones del nacimiento de Jesús; experimentó la inestabilidad causada por la persecución de Herodes, que la hizo exiliarse a ella y a su familia a Egipto; después transcurrió su vida en el hogar de Nazaret, llevando una vida modesta y sencilla; María convivió y compartió su existencia con la gente sencilla y pobre de su pueblo, formando parte de ellos y corriendo su misma suerte.
En nuestros días, María sigue haciéndose presente, por ejemplo, en el inmigrante que no tiene un hogar seguro donde vivir, en aquellos que sufren persecución, en cada mujer que sufre maltrato. María está con nosotros sea cual sea nuestra condición: en la soledad, en nuestros problemas familiares, en aquellos que han perdido el sentido de la vida…, en definitiva: en “nuestras pobrezas”. María con su vivir pobre nos invita a confiar en Dios siendo conscientes de que él sólo nos pide que nos abramos para recibirlo y que estemos prestos a colaborar en su obra. Con esa confianza, la invocamos porque creemos que ella nos acompaña en nuestro mundo de hoy.
¿Vivo confiando en Dios en medio de las dificultades y de las alegrías de cada día?