CONSAGRACIÓN A MARÍA
¿Qué significa para mí hoy el pecado? ¿Tiene alguna resonancia en mi vida y en mis relaciones o decisiones? ¿Y la gracia? Este fragmento nos recuerda que hay cosas en la vida —las más importantes, sin duda— que no podemos alcanzarlas por nosotros mismos y, a su vez, jamás se lograrán sin nuestra libertad y voluntad.
Muchos dicen que el hombre de hoy ha perdido el sentido de pecado y la fe en Dios. Si Dios no existe, ¡todo está permitido!, dirán otros. Y no faltará quien piense: “Aumentemos las normas y las penitencias, y así temerán a Dios y crecerán en fe”. Pero, ¡qué poco hablamos de la gracia! ¿Podremos sentir verdadero dolor por una mala acción cuya consecuencia negativa no percibimos? ¿Podrás lamentar de verdad un fallo si no conoces a la persona perjudicada por él? ¡Qué distinto suenan palabras como “perdón”, “falta”, “pena” cuando hay amor! El amor que Dios nos tiene es la gracia, su gracia, su fuerza, su brisa suave que nos permite respirar, su Espíritu.
“Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, dice Pablo (Rm 5,20). Quizá, si pusiéramos todo nuestro empeño en ayudar a otros a experimentar la gracia de Dios, habría más deseos de cambio, más repudio del pecado. Pensando en mí: ¿dedico más tiempo de mi oración a remorderme por mis faltas o a saborear la gracia y el amor que Dios que tiene?
María es “la llena de gracia”. Ella experimentó en su propia carne lo que supone la sobreabundancia de Dios fecundando la propia vida. Y también Claret y muchos otros santos y santas. Por eso fueron capaces de grandes cosas. Por eso a Ella se encomiendan y ofrecen la vida entera, sin dejar nada del propio ser, sabiendo que mucho más pueden el amor y la gracia que el pecado y el mal del mundo.