ARDER DE AMOR PARA DAR VIDA
Interesa constatar la insistencia en la fecundidad de la intimidad con Jesús, recibido en el Sacramento de su Cuerpo y Sangre. Esta fecundidad no puede agotarse en la relación íntima comulgante-Comulgado, como un dorado círculo cerrado. Se trata, por el contrario, de una dinámica, de modo que, cuanto más se intensifica la relación interpersonal, con tanta mayor fuerza lanza a salir de sí para centrarse en el tercero o terceros de nuestras relaciones sociales. De tal manera nos transformamos en Cristo, que su presencia engendra nuevas vidas. Nos cambiamos y transformamos totalmente en Cristo. Bajo los efectos del sacramento, somos nuevas personas, creaturas amasadas en un amor que debe hacerlas ser, en cada instante de sus vidas, pacientes, bondadosas, carentes de envidia, orgullo y jactancia; personas que encuentran su alegría en la verdad, que todo lo disculpan, lo creen, lo esperan y lo aguantan (cf. 1Cor 13,4-8).
Esta es la fuerza transformante de la Eucaristía. El alimento del Cuerpo y la Sangre de Cristo actúa de tal forma en nosotros que nos asimila totalmente, aunque no aniquila nuestra libertad personal. Está siempre en nuestras manos abrirnos o cerrarnos al don de la vida de Jesús, don que es fruto también de su libertad para darla y para recuperarla de nuevo (cf. Jn 10,17-18).
En el hogar, en el trabajo, en todas nuestras actividades, se debe transpirar la vida de Cristo. Estamos llamados a difundir su presencia salvadora en el mundo. La Eucaristía debe ser como un río que fecunda nuestra vida, mantiene lozano nuestro amor, abriéndonos siempre a la novedad de vida, a la transformación de nuestro hombre viejo, cargado de imperfecciones, en el hombre nuevo de la vida nueva en Cristo.
¿Qué acciones concretas realizar en mi entorno vital con las que expreso mi amor generoso a los más necesitados?