LA PROPIA VIDA NO ES EL VALOR SUPREMO
En honor de un grupo de mártires de finales del siglo primero en Asia Menor, se compuso un cántico que dice: “No amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap 12, 11). Ya unos cuarenta años antes, Pablo de Tarso se había despedido de los presbíteros de Éfeso diciendo algo parecido: “Yo no hago aprecio alguno de mi vida con tal de concluir mi carrera y cumplir el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20, 24).
Este texto debió de ser repetidamente objeto de reflexión de San Antonio María Claret. En el otoño de 1865, habiendo interrumpido su servicio de confesor real, realiza un discernimiento acerca de si reanudarlo o despedirse definitivamente de Madrid; consciente de que en dicha capital es muy perseguido, trascribió ese pasaje de los Hechos, con la pequeña glosa –sin duda muy de su gusto- que introdujo la Vulgata: “no me importa la vida con tal de concluir mi carrera y cumplir el ministerio de la palabra que recibí del Señor Jesús” (EC III, p. 504).
Con breves paréntesis, la persecución fue una constante en la vida del gran misionero. En su época de Cataluña (1841-1850) la política era enfermiza y los gobiernos se blindaban frente a posibles voces críticas. Claret evitó hasta lo increíble que su predicación tocase asuntos políticos; pero la policía estaba alerta, por si acaso… Siendo confesor real (1857-1868), muchos se imaginaban que se aprovechaba del cargo para mover los hilos de la política; y fue objeto de calumnias y atentados. Por ello, en 1864 publicó el opúsculo autobiográfico El consuelo de un alma calumniada, en él que enseña que Dios nunca falla y que, en situaciones extremas, no queda otro refugio que Él, junto con el testimonio de la propia conciencia.