FE Y RAZÓN
Pablo, en la carta a los Romanos, afirma el origen divino de la autoridad cuando la autoridad ha sido constituida legítimamente para el bien común (cf. Rm 13,4s); por tanto hay que respetarla. Pero un poco antes (12,1s) nos habla del uso legítimo de la razón para saber discernir.
No podemos olvidar en qué campo nos movemos, dentro de un cambio cultural muy amplio, invadidos por un modo de vida en el que Dios es el gran ausente. No se trata simplemente del reconocimiento de la justa autonomía de las realidades temporales en sus instituciones, algo que es enteramente compatible con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella, como muy bien dijo el Concilio en su Constitución sobre “La Iglesia en el Mundo Actual” (cf. GS 36). Lo inaceptable es el olvido de la necesaria relación de lo creado con su Creador, el “ateísmo práctico” (cuando no también teórico).
De hecho en occidente vivimos en un ambiente cada día más laicista, en el que no sólo se excluye a Dios y su presencia en la vida cotidiana, sino que se invita a pensar que sólo es válido lo que es susceptible de verificación empírica, lo que se puede medir, contar o pesar, o lo que es construido por el ser humano. Induce además a hacer de la libertad individual un valor absoluto, al que todo lo demás deberá someterse…
Como creyentes debemos sentirnos llamados a respetar a la autoridad, sí, como respetamos a toda persona humana. Pero en el ejercicio de los deberes y derechos ciudadanos debemos hacer un uso legítimo de la razón para saber discernir si lo que se nos ordena es conforme a nuestra fe y sus valores éticos o, por el contrario, se les opone. ¿Cómo vivo mi fe cristiana en medio de una sociedad laica, increyente, con frecuencia indiferente a los valores religiosos y, a veces, a los meramente humanos? ¿Cómo vivo mis deberes cívicos? ¿Pretendo hacer compatible lo incompatible, o, desde mi fe, me distancio críticamente de lo inhumano y ejerzo la debida denuncia profética?