RAÍZ Y FRUTO DE LA VIDA CRISTIANA
En la actualidad se habla mucho de autoestima, necesaria para unos mínimos de salud mental; no es sano despreciarse a sí mismo. El Evangelio, con sus conocidas paradojas, es capaz de compaginar autoestima y modestia. Jesús alabó a los sencillos, invitó a sentirse pequeños, pero no despreciables. A nadie acomplejó; más bien fue un portador de salud psíquica al afirmar la dignidad de hijo de Dios que posee todo ser humano. A los pecadores públicos, despreciados y sin esperanza de salvación, les aseguró la acogida recuperación por obra de Dios: “Hoy ha entrado la salvación a esta casa” (Lc 19, 9), dijo refiriéndose a Zaqueo. Y a la mujer encorvada, la curó, incluso trasgrediendo el sábado, porque, siendo una “hija de Abrahán” (Lc 13, 16), no era justo que padeciese un permanente flagelo.
Pero Jesús no enseñó a nadie a fanfarronear ni a ufanarse de nada; contaba con que la persona sana no necesita reconocimiento, como no lo necesitaba él, que, cuando querían proclamarle rey, huía al monte a orar en soledad. Jesús invitaba a reconocer la propia grandeza, de hijos de Abrahán y de hijos de Dios, pero a reconocerla como regalo, no como logro, y, en consecuencia, a vivir humildemente agradecidos al Padre por sus dones.
El P. Claret vivió profundamente la humildad; al verse consagrado obispo y portador de títulos y grandes cruces, escribió acerca de sí mismo: “yo soy un burro malo cargado de joyas”. Pero nunca silenció esas joyas, sino que confesó la grandeza del amor de Dios sobre él: “el Señor se dignó valerse de esta miserable criatura para hacer cosas grandes” (Aut 703). Esta humildad le enseñó a no sentirse con derecho a nada, y, por lo mismo, no alterarse cuando algo no se le diese. La mansedumbre era en él, por tanto, fruto de la humildad, además de elección personal para asemejarse a Jesús.