APOSENTO PARA JESÚS
El señor nos ha dejado un sacramento expresamente para que experimentemos su perdón. Es un medio de conversión y reconciliación con Dios y con los demás. Es también una preparación para la correcta celebración de la Eucaristía. Al recibir la comunión, nuestro interior se convierte en morada de Jesús (cf. Jn 6,58). Su presencia divina merece sumo cuidado en que le brindemos un aposento limpio, bien decorado.
La Eucaristía, que culmina con la recepción del pan consagrado, comienza con un “acto penitencial”, que prepara a la escucha de la Palabra y a la consagración y comunión sacramental: somos indignos, pobres, pero el señor quiere hacer de nosotros su casa. Si sentimos la presencia viva de Jesús en la Eucaristía, reconoceremos la dignificación de todo nuestro ser por esa presencia, y también la necesidad de que esa morada que se digna habitar sea lo menos indigna posible (Mt 5,8). Esto nos exige buscar siempre la “limpieza de corazón”. Ya San Pablo lamentaba que algunos celebraban la Eucaristía de una manera indigna (cf. 1Cor 11, 27-29). Quizá necesitemos, sobre todo, evitar la rutina, frivolidad o frialdad.
Por más que Jesús frecuentase la compañía de “impuros” y pecadores, la existencia de quienes se encontraban con él quedaba transformada; en nuestro caso no debiera ser menos. Cuando acogemos en casa a una persona que nos es muy querida o importante, nos preocupamos por tener nuestro entorno limpio y bien arreglado, para que la estancia entre nosotros le resulte agradable. Ahora bien, Jesús supera a todas esas personas amigas o importantes; todo lo que hagamos por ofrecerle una morada acogedora nos parecerá poco.
¿Con qué frecuencia y con qué actitud vivo yo mis eucaristías? ¿Son siempre impactantes, “estremecedoras”, o se apodera de ellas la “costumbre”? ¿Tengo capacidad de silencio, recogimiento, o me lo impiden mis hábitos de ruido y extroversión?