“Pensaré que Dios me está mirando. Pensaré que Dios me está hablando con inspiraciones y disposiciones… Yo le contestaré con jaculatorias. Yo le ofreceré cada cosa que haré o aquello de que me abstendré. Aceptaré el cáliz de la pasión cuando me brindara con alguna pena o trabajo”. Propósitos del año 1859, en AEC p. 687
REFERENCIA PERMANENTE
El Dios de la Biblia es el Dios vivo. Vive en relación con la humanidad, habla a su pueblo, le revela su nombre, es decir, su ser, y se compadece de su sufrimiento (Ex 3,7). Es el quiere vivir en diálogo con los suyos: “escucha, Israel”; el Dios de la ternura, que se llama Padre y tiene rasgos de Madre (“entrañas”), el Dios que fija la mirada amorosa en su pueblo, y éste le pide: “no me escondas tu rostro” (Sal 26,8).
Ya desde su infancia, Antonio Claret estaba dotado de una gran capacidad de interioridad, vivía en diálogo con Dios. Una primera (y decisiva) escucha de Dios la data a la edad de cinco años: del pensamiento de la eternidad pasa a oír la llamada a “salvar almas” (Aut 9), como entonces se decía. Su formación, en la familia y en la escuela, le enseñará a buscar el camino que Dios le prepara (cf. Aut 26-28).
La formación religiosa lleva a tomar conciencia de la “mirada” de Dios como atento acompañamiento “maternal” en nuestro caminar. Mirada creadora, que nos hace más bellos: “Ya bien puedes mirarme, después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste” (s. Juan de la Cruz). Mirada “de comunión”, que nos pone más en sintonía con Dios y con sus directrices, con su proyecto salvífico universal.
Si la mirada de Dios es de amor y providencia, ¿cómo es posible que el justo se sienta tantas veces desamparado? ¿Por qué tantas violencias y tanto dolor en el mundo? Ciertamente no tenemos –ni tiene nadie- explicación adecuada al problema del mal, que parece invitar a negar la existencia misma de Dios. Pero el creyente sabe que nada va al margen del proyecto del Padre: Jesús en la cruz se queja de su aparente ausencia; pero acaba confiando el espíritu a sus manos (cf. Lc 23,46). Dios nunca puede dejar de mirar y oír lo que somos. Importa que nosotros no cerremos los ojos a Él.
¿Cómo siento yo la compañía del Padre y de Jesús en mi caminar? ¿Dudo alguna vez de que Dios me “piense”? ¿O soy yo quien a veces está ciego a su presencia?