LA SANGRE COMO TESTIGO
Un “no iniciado” quizás percibiría en estas palabras un burdo y detestable masoquismo. Pero quien haya tenido alguna experiencia de enamoramiento verá mucho más: la persona o la causa que nos cautiva es digna de que le entreguemos la vida. Por lo demás, en el enamoramiento se da una “mística de la imitación”, que, en el caso presente, es la imitación de Jesús. San Pablo, una vez que conoció a Cristo, cultivó esa pasión, que expresó en las conocidas palabras: “[Lo que deseo es] ser hallado en él… conociéndole a él, el poder de su resurrección y la configuración con sus padecimientos” (Flp 3, 9-10); y a otra comunidad le dirá lleno de gozo y con un cierto orgullo: “Estoy crucificado con Cristo” (Gal 2, 19).
Claret fue un místico de la “cristificación”; se propuso imitar a Jesús en la humildad, obediencia, mansedumbre y caridad, en el vestido y la comida, en el modo de viajar, en carecer de dinero, en la actividad de predicar, en el amor a los niños, pobres, enfermos y pecadores (cf. Aut 428-437). Deseaba además morir como Jesús, viendo en ello un gran motivo de credibilidad de su predicación. Como Pablo de Tarso (y como Jesús), pudo decir a sus múltiples auditorios: “Nunca nos movió la avaricia, Dios es testigo… Deseábamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; tan queridos llegasteis a sernos” (1Tes 2, 5.8).
La opción martirial ha estado siempre presente en la Iglesia; tanto en la antigüedad como en tiempos recientes, han sido incontables los creyentes que “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap 12,11) y que “fueron asesinados por la Palabra de Dios y por el testimonio que dieron” (Ap 6, 9)”. Es el gran sello de la credibilidad del mensaje.