20 Septiembre

Sep 20, 2018 | Claret Contigo

*199.- “Desde muy niño me dieron unas cuentas de rosario que agradecí muchísimo, como si fuera la adquisición del mayor tesoro…”
Aut 44

EL LUJO DE PODER REZAR

Quizá has tenido alguna vez en tus manos un rosario. Entre las oraciones y rezos de la Iglesia esta oración, la del Rosario, ha tenido una especial popularidad. Su uso, frecuente en épocas pasadas, ha caído, al menos en algunas latitudes, en el olvido. El Rosario, dicen, viene del latín rosarium, «rosal». Es un rezo tradicional católico que conmemora veinte “misterios” de la vida de Jesucristo y de la Virgen María; se va recitando, después de cada “misterio”, un Padre nuestro, diez Ave Marías y un Gloria al Padre. También se llama “rosario” a la sarta de cuentas que se utiliza para rezar el Santo Rosario. Las cuentas están separadas en grupos de a diez por otras de distinto tamaño, y la sarta está unida por sus dos extremos a una cruz. Algo muy parecido se utiliza también, tengo entendido, en la India para recitar los mantras, y en el Islam.
Con la palabra “misterio” solemos aludir a aquello que nos resulta muy difícil de entender o descubrir, es decir, que nos es extraño e inexplicable, tal vez imposible de describir, por lo escondido u oculto que está. En realidad, toda la persona, la vida y la misión de Jesús de Nazaret tienen esta dimensión de “misterio”, es más que lo que sus contemporáneos pudieron percibir.
No nos es fácil, a una mirada superficial, tangencial, descubrir quién es en el fondo Jesús de Nazaret. Tampoco quién es el Padre o qué sea el Reino. El Rosario es un ejercicio de oración para adentrarse en algunos misterios o, si lo prefieres, en “el misterio” de Jesús de Nazaret, es decir, en algunos episodios especialmente importantes de su persona y de su vida, y hacerlo, además, llevados de la mano de María, su Madre, de tal modo que contemplemos esos episodios con su mirada creyente, más honda y penetrante que la nuestra, para poder asomarnos a la belleza, bondad y verdad de la persona de Jesús. Y es que el cristiano sabe que tiene que poner fijos los ojos en Jesús de Nazaret, contemplándole, mirándole, viéndole, con una mirada limpia y profunda, desde la fe. Si el discípulo aprende mirando al maestro, ¿qué no podremos aprender contemplando y viendo a Jesús?

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