EL CRISTIANO, HOMBRE DE FUEGO
Cuando el P. Claret define a sus misioneros como personas que “arden” en caridad y que “abrasan” por donde pasan, los está definiendo como gente “encendida”, “apasionada”, movida por una gran fuerza interior.
En otro lugar, Claret utiliza la comparación del fuego en la locomotora, cuya potencia todo lo arrastra sin el menor esfuerzo; y también alude en otro lugar al papel que desempeña el fuego en el fusil, que lanza la bala con enorme fuerza. “Hace el amor en el que predica la divina palabra como el fuego en un fusil. Si un hombre tirara una bala con los dedos, bien poca mella haría; pero, si esta misma bala la tira rempujada con el fuego de la pólvora, mata” (Aut 439). Y aplica el símil a la eficacia que produce la predicación de quien está animado del fuego de la caridad.
De ahí la importancia de mantener vivo ese fuego a través de la oración, de la eucaristía, de la devoción al corazón amoroso de María. De no ser así, los misioneros o cualquier cristiano, se convertirían en meros “funcionarios” incluso de lo religioso. Serían personas movidas por la simple inercia, por la rutina, por las formalidades. Y así no se puede vivir el evangelio ni transmitirlo de forma eficaz y convencida.
El fuego del amor nos hace creativos y esforzados en la búsqueda de todos los medios para contagiarlo. También nos da un enorme aguante para soportar las dificultades.
¿Nos sentimos realmente apasionados por Dios y por nuestros prójimos, movidos por el amor? ¿Se nos ha apagado ese fuego y nos movemos por inercia y por rutina?