CORREGIR CON DULZURA
Hablar es normalmente un medio de expresar lo que llevamos dentro. Cuando hablamos nos abrimos y nos damos. Cada palabra tiene un efecto en el oyente. Las palabras de Jesús daban vida y salud (cf. Mt 8, 9). A la inversa, según la carta de Santiago, hay lenguaje de efectos dañinos; hay lenguas que matan (cf. St 3,8). Jesús habló de la corrección con la que se puede “salvar al hermano” (cf. Mt 18,15). Y a Él le confesó Pedro que en sus palabras encontraba vida eterna (cf. Jn 6,68).
El P. Claret, ya desde adolescente, percibió la necesidad de corregir con dulzura. En el taller de sus padre aprendió “cuánto conviene el tratar a todos con afabilidad y agrado, aun a los más rudos, y cómo es verdad que más buen partido se saca del andar con dulzura que con aspereza y enfado” (Aut 34). Esta sería una constante en su ministerio; “nada de terror, suavidad en todo”, decía Balmes comentando su estilo de predicación; y Claret mismo cree en la eficacia de esa suavidad, la que ilustra con su célebre comparación con el que cuece caracoles (cf. Aut 471). En sus años de ecónomo de Sallent le había tocado recibir “maldiciones y apodos” contra él y contra su anciano padre; intentó “sufrirlos con paciencia sin quejarse de ellos”. Lo denunció en los debidos términos, sin perder jamás la compostura (cf. EC I, pp.77 y 80).
A menudo tenemos experiencias de perder la paciencia, y los nervios nos llevan a excesos verbales. También sorprendemos en nosotros tendencia a airear defectos de los demás, olvidando los nuestros propios. Por aquí podemos caer en la hipocresía. ¡Qué distinta es la corrección “fraterna”, la que va acompañada de cariño, humildad y delicadeza para que la sensibilidad del hermano no quede herida! Sólo ésta suele tener efecto positivo; al practicarla, imitamos a Jesús, pues decimos “palabras de vida”.
¿Existen ámbitos en los que mi paciencia se ve seriamente amenazada? ¿Hay personas con las que fácilmente la pierdo? ¿Tomo las debidas precauciones?