COMIDA QUE DIVINIZA
Con una cierta flexibilidad en la lectura e interpretación de la Palabra de Dios, el P. Claret pone en los labios de Jesús esta hermosa expresión: “Comed, y seréis como dioses. Seréis como yo, que soy Dios y hombre”. Parecería osadía, parecería exageración inaudita. Y así es, en efecto. Pero esto tiene su explicación en otras palabras del Evangelio, precisamente en el encuentro de Jesús con Nicodemo, de noche y a escondidas, para no ser delatado. Esas palabras son éstas: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todos los que crean en Él tengan vida eterna” (Jn 3,16). Eso significa que “donde abundó el pecado sobreabunda la gracia” (Rm 5,20). Y eso significa, a su vez, que el amor de Dios se nos ha dado a borbotones por la efusión del Espíritu Santo sobre nosotros.
Todo esto se hace realidad en cada creyente en la medida de su acercamiento a la fuente de agua viva, que es el sacramento en el que se concentra ese amor de Dios que nos va llevando, poco a poco, a la altura de la mística: allí donde el creyente se funde en un abrazo de amor y ternura con el Dios uno y trino, que nos ha creado, redimido y santificado, y sigue realizando esa labor misteriosa día a día, hasta la plena comunión, sin velos y sin ocaso, con nuestro Dios y Señor, que dio su vida por nosotros.
Pregúntate si tienes conciencia de tu dignidad como cristiano comprometido con Cristo y con el Evangelio; y si realmente vives “vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3), creciendo día tras día en fidelidad.
Pregúntate si, en tu oración, en tus relaciones familiares y laborales, y en tu descanso, vives tu identidad de cristiano consagrado, explicitas tu fe, te muestras esperanzado y practicas el mandamiento del amor fraterno.