IMPREGNADOS DE LO DIVINO
De nuevo ante nuestros ojos y en nuestro corazón el don supremo de la Eucaristía: el eje de la vida cristiana. Ese pan y ese vino consagrados son en verdad – así nos lo dice la fe – la fuerza renovadora y la garantía de vida auténtica y para siempre. “Quien come mi carne y bebe mi sangre – dice Jesús -, tiene vida eterna” (Jn 6,55). Nuestro Padre Dios, en su infinita sabiduría, “inventó” este sacramento, uniendo indisolublemente en la persona de Jesús la divinidad con la humanidad en el seno de María. El cristiano que ansía unirse íntimamente al Dios-Trinidad, ya en esta vida – y lo intenta llevando una vida santa -, tiene ya aquí, en lo hondo de su ser, el germen y la prenda de la plenitud final. Dios es amor amigo, cercano, fuerte y fiel, que nos ha amado y nos ama con cariño entrañable.
Se encarnó en el seno de María, y, naciendo en el tiempo, nos hizo hijos del Padre y de la Madre, hermanos suyos y templos vivos de su Espíritu. Depositó en la Iglesia, de forma definitiva, su cuerpo sacramentado y, desde él y con él, nos alimenta en todo momento. Otro tanto hace con su sangre derramada en la cruz para lavar los pecados. La Eucaristía nos impregna de divinidad, nos hace divinos, nos catapulta ya a la eterna gloria. Hagamos no un acto de fe, sino muchos, y creamos firmemente en el tesoro escondido que es la Eucaristía; tesoro que llevamos dentro y que se renueva cada vez que comemos y bebemos a la mesa del Señor.
Somos divinos, y la humanidad de Jesús y su divinidad nos van empujando poco a poco al banquete perenne de la gloria. ¿Somos dignos de esa dicha? Nuestros pasos ¿nos acercan más y más al banquete del Reino?