ARRIESGANDO LA VIDA
Claret muestra en este pasaje un gran realismo y exquisita sensibilidad social, junto con la conciencia de su misión y el deseo de ser fiel a la misma. Efectivamente, por una parte, toca con los pies en el suelo, es consciente de ciertas injusticias: al señor Miura –gran colaborador suyo en Santiago de Cuba- y a él mismo muchas veces no les han pagado lo que les correspondía. Pero, en su perspicacia, prevé que, si delata el hecho, quede patente la ineptitud de algunos funcionarios y sean despedidos de sus puestos de trabajo (hoy entendemos de esto con especial claridad). Su conocida compasión le lleva, además, a evitar dar un disgusto a la reina Isabel II, pues Claret sabe la seriedad con que ella se toma cuanto afectarle a él o a la Iglesia.
Visto todo, él casi prefiere sufrir la injusticia: una vez más nos muestra su amplitud de corazón. Y nos habla de su fidelidad a algo superior: a su misión de confesor de la reina, aunque le está acarreando riesgo de muerte. Una verdadera jerarquía de valores que podríamos citar por este orden, perfectamente válido también hoy, orden que no anula ninguno de los valores en cuestión: la fidelidad a la misión apostólica recibida, la justicia social y la delicadeza para no herir a las personas.
En el alma de Claret la perspectiva del martirio estuvo especialmente presente en sus años de Madrid; pero no era nada nuevo, pues ya lo había estado en Cuba y, antes, en su Cataluña natal: “muchísimas veces corría la voz de que me habían asesinado, y las buenas almas ya me aplicaban sufragios” (Aut 464): una vida acompañada siempre por la cruz: la cruz del trabajo, la cruz de su deber como misionero, la cruz íntima de su configuración con Jesús crucificado para espiar los pecados del mundo.
¿Siento los problemas de la sociedad en que me encuentro? ¿Los vivo en fidelidad a la misión que Dios me ha confiado, sea cual s