AMOR AL HERMANO
Cuando nos fijamos en los demás, podemos hacerlo con “gafas negras” o con “gafas transfigurantes”; éstas últimas son las que usa Dios. Según Génesis 1,31, “vio Dios lo que había hecho y todo era muy bueno”; y San Juan de la Cruz, el teólogo poeta, dice que Dios embellece lo que mira: “… pasó por estos sotos con presura, /y, yéndolos mirando,/ con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura” (Cántico espiritual); por eso, una criatura inicialmente fea, dice al creador: “ya bien puedes mirarme / después que me miraste, / que gracia y hermosura en mí dejaste” (Ib.). Ese debe ser nuestro estilo de mirar, evitando las “gafas inadecuadas” que proyectarían hacia los otros la fealdad que pudiera anidar en nuestro corazón.
Claret tenía para con sus hermanos una mirada “teologal”: “te amo porque eres creado por Dios y a su imagen, y para el cielo. Te amo porque eres redimido por la sangre de Jesucristo” (Aut 448). Hace años estuvo de moda en España una canción que, entre otras cosas, decía: “¿qué nos importa, toda esa gente que mira a la tierra y no ve más que tierra?”. Efectivamente, para ver casi es mejor no tener ojos. Hay que mirar más alto.
El cristiano está llamado a mirar simultáneamente las cosas y a través de ellas: su origen y su sentido. Cuando una madre se fija en su hijo, no repara en que tal vez sea poco agraciado o tenga algún defecto físico; más allá de todo eso, ¡es su hijo! Para ella tiene un gran valor.
El amor al prójimo que Claret tanto enfatiza no se reduce a una complacencia estéril. Él saca inmediatamente la consecuencia: “en prueba del amor que te tengo, haré y sufriré por ti todas las penas y trabajos”. El refrán dice que “obras son amores”; por eso Claret a la “declaración de amor” añade enseguida su disposición: “haré por ti”.