TENER CORAZÓN DE MADRE
Sabemos cómo, mientras las religiones en general identifican a la mujer con la tierra, la Biblia la identifica más bien con la vida. La mujer es la madre de todos los vivientes. Transmitir vida. Eso significa “tener corazón de madre”. Y eso, a veces, lleva consigo sufrimiento: a la madre le duelen las heridas de los hijos. De ahí que al hablar Claret de su sentimiento materno, no podía menos que contemplarse en las dos figuras maternas por antonomasia: María y la Iglesia. Son las dos figuras a las que un sacerdote, o cualquiera que pretenda anunciar la buena nueva, debe imitar.
Hablando del celo del sacerdote en sus Notas Espirituales (cf. AEC p. 757), Claret va enumerando las virtudes de una madre para con su hijo con gran ternura: le enseña a hablar, caminar, le educa y le forma el corazón; le alimenta, viste, limpia, cuida de su hijo; llama la atención y el amor del padre sobre el hijo, no desfallece, es el mártir de la familia; lo lleva nueve meses en su vientre y después en su corazón…
Y termina diciendo: “Todas las propiedades de una madre debe tener un buen sacerdote. ¡Ay de aquel que (no) las tiene, que no se podrá llamar madre, sino madrastra, mala madre, mal sacerdote!”.
Virtudes que podrían aplicarse a cualquiera que crea tener celo para con su prójimo. Pero hay algo más, y Claret lo descubre y lo practica: una buena madre sabe escuchar a su hijo. Este rasgo materno, esta admiración contemplativa que María, por ejemplo, tenía para con su Hijo, debería ser una nota característica de la maternidad de la Iglesia y también de nosotros, que somos sus hijos. Escuchar, oír, atender, sintonizar, compartir, compadecer… son verbos que habría que conjugar con más frecuencia en nuestro vocabulario cristiano.