EL DON DE NUESTROS PADRES
El P. Claret, al hablarnos de sus padres, no presenta en primer lugar su fortuna, su edad, etc, sino su identidad como creyentes. En cierto modo está ya hablando de sí mismo, del suelo nutricio que explica su forma de ser; menciona justamente tres rasgos de sus progenitores que constituyen las experiencias vividas y aprendidas de ellos. Experimentó el cariño de unos padres que se entregaron totalmente a él y a sus hermanos. Por eso dice: “tuve muy buenos padres” (Aut 25), y habla de “mis amados padres” (Aut 22), y de “mi querido padre” (Aut 36). Los recordó con cariño toda su vida, reconociendo que ellos trabajaron en formar su entendimiento en la verdad y su corazón en la práctica de la religión y en las demás virtudes (Aut 25. 28).
Ellos le enseñaron a ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente (“honrados”), poniéndole a trabajar en el taller familiar. En Barcelona sabrá combinar trabajo y estudio, y más tarde explicará que el amor se despliega en trabajar y sufrir. Vivía la transparencia y la sinceridad en respetar los bienes ajenos. La obediencia y la disponibilidad le llevaron a buscar la voluntad de Dios y a cumplirla en los momentos cruciales de su vida (“temerosos de Dios”). Su piedad eucarística alcanzaría su culmen en la experiencia mística de sentirse sagrario viviente, llevando día y noche la presencia eucarística en su interior. La devoción de sus padres a “María Santísima” dejó en Antonio una peculiar impronta; todo en su vida estará teñido de “marianismo”; María será “su todo después de Jesús” (Aut 5).
Las semillas que sus padres depositaron en él durante su infancia se convirtieron después en fruto maduro, en extraordinaria vivencia mística.
¿Qué es lo que más valoro de la herencia espiritual y moral recibida de mis padres? ¿Sigue estando presente en mí, quizá transformada, potenciada, más fundamentada? ¿Tal vez algo abandonada?