GLORIA DE DIOS Y VIDA DEL HERMANO
La palabra más apropiada para resumir el sueño de Claret es “celo”, que significa estar “ardiendo”, en ebullición. Es ese enrojecimiento que se ve en el rostro del hombre que tiene una pasión amorosa por algo y que nos hace pensar en el fuego. Es estar fervientemente activo, dispuesto siempre a llevar a término un trabajo, un objetivo, algo que cautiva. En el caso de Claret está claro que se traduce por “la gloria de Dios y la salvación de las almas”. Celo es el amor que Jesús tenía a su Padre y a las cosas de su Padre.
Impresiona leer en la Autobiografía de Claret las frases en que se duele del trato que algunos dan a Dios, su Padre: “¿Si vierais a vuestro padre que le dan de palos y cuchilladas, no correríais a defenderle? ¿Y no sería un crimen el mirar con indiferencia a su padre en tal situación? ¿No sería yo el mayor criminal del mundo si no procurara impedir los ultrajes que hacen los hombres a Dios, que es mi Padre?” (Aut 204). Y entre los Propósitos de sus ejercicios espirituales de 1849 (cf. AEC, p.658) escribe: “…En este mundo (uno) ama a Dios si se complace en que Dios sea Dios y que sea amado y servido por todo el mundo y tiene pena de que sea ofendido y agraviado…”.
Sabemos cómo Pablo y los demás apóstoles estaban encendidos de ese celo. Sabemos, sobre todo, cómo una vida que se alimenta de ese celo se hace necesariamente visible a los demás, se entrega a los objetivos que el Padre tiene, o sea, ser luz que atrae a los demás y los acerca al Señor para que se salven. Como Pablo, Claret se siente “embajador de Cristo” (2Cor 5,20), y sigue el consejo del apóstol: “Servid al Señor con celo incansable y fervor de espíritu” (Rom 12, 11). El celo de la casa de su Padre devoraba a Jesús.
¿Hemos experimentado alguna vez esa clase de celo?