AMOR INCONDICIONAL
De la persona a quien se quiere de verdad no se habla mal, porque no se quiere manchar su fama. El amor no implica ceguera; pero, aun cuando el que ama no pueda dejar de reconocer la verdad de las personas a las que ama, sabe excusar sus defectos, buscando las razones o las justificaciones que pudieran servir de “explicación”.
Todos somos sensibles al reconocimiento, a la alabanza. Estas nos predisponen hacia quien habla bien de nosotros. Pero lo que realmente mueve el corazón de los hombres es el amor, la disponibilidad y el servicio traducidos en obras, en generosidad, en solidaridad y cercanía en los momentos difíciles.
Dios no se ha querido dar a conocer al hombre por medio de manifestaciones de grandeza, que provocarían temor, ni ha hecho promesas vagas de salvación. Nos ha dado la vida, los bienes de la tierra, nos concede su gracia, nos abre a la esperanza de la salvación plena. Se ha manifestado de muchos modos a lo largo de la historia, por la cercanía, la guía y la protección a quienes han esperado en él. Se ha hecho hombre, solidario con nosotros, para abrirnos la puerta del Reino de los cielos, y alcanzar la salvación. Lo ha hecho comprometiéndose totalmente por nosotros; ha dado su vida muriendo por nosotros en la cruz. Dar la vida es el mayor gesto de amor que uno puede ofrecer (cf. Jn 15,12).
Nos pide solamente que aceptemos su amor, que nos fiemos de él, que vivamos como él vivió para llegar a donde está él. ¡Él ha hecho tanto por nosotros, sin que nosotros hayamos hecho nada que lo mereciera! Es justa la pregunta: ¿Qué hago yo por ti, Señor, que me has amado hasta morir en la cruz?