1 Septiembre

Sep 1, 2018 | Claret Contigo

*19.- “Estoy en la misma idea que dije a Ustedes la noche de nuestra partida de Prades, de ir a Roma. Yo no les puedo ser útil a Ustedes, ni Ustedes tampoco a mí; por el contrario, creo que mutuamente nos perjudicamos sin intentarlo ni quererlo. Yo soy un ente misterioso… soy como un prófugo,… como uno que se esconde de la justicia,.. y lo que espero, no sabemos cuánto tiempo durará…”
Carta al P. José Xifré, 15.8.70, en EC II, p. 1484s

CLARET, UN “PRÓFUGO”

Claret está a poco más de un mes de su muerte… No lo sabe, pero lo presiente. Su salud está mermada, quebrantada… Ha vivido una vida intensa, plena y entregada, ha vivido y se ha desvivido para que otros tengan Vida. Claret fue un hombre entregado a su vocación: ser Misionero Apostólico. El 9 de julio de 1841, la Santa Sede le había concedido ese título. Aunque por lo general se entendía como un título honorífico, Claret lo interpretó como una definición de su identidad, al modo como en la Biblia la imposición de un nombre nuevo significa un nuevo designio vocacional. Claret se siente enviado, y pone su vida al servicio del Evangelio al «estilo» de los Apóstoles, en vida fraterna, pobreza, disponibilidad e itinerancia. Mª Antonia París, por experiencia interior, sin conocer aún a Claret, ya le había dado ese título: “Estando una noche en oración… me dijo Nuestro Señor señalándome con el dedo a Mosén Claret como que yo le viera allí, entre Nuestro Señor y yo: «Éste es, hija mía, aquel hombre apostólico que con tantas lágrimas, por tantos años seguidos me has pedido»” (Autob. M. París, nº19).
Ahora Claret, desterrado y perseguido, solo, enfermo y acosado, viéndose como un prófugo de la justicia por motivos que no van con él, no quiere perjudicar a sus Misioneros. Muestra una vez más toda su grandeza de espíritu: prefiere poner tierra por medio para que, si apresan a alguien, sea a él sólo.
Ya en carta a Mª Antonia París del 21 de julio de 1869, a 15 meses de su muerte, en plenos trabajos del Concilio Vaticano I, le dice: “Se puede decir que ya se han cumplido sobre mí los designios que el Señor tenía sobre mí. Bendito sea Dios, ¡ojala!, lo que he hecho, haya sido del agrado de Dios” (EC II, p. 1411).
¿Podré decir yo al final de mi vida, como lo hace Claret, que he cumplido el sueño de Dios sobre mí? ¿Por dónde tendría que comenzar para que esto fuera una realidad?

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