LA PALABRA, REINA DEL MUNDO
Cuando San Pablo se despide definitivamente de los presbíteros de Éfeso, les indica sus deberes como “responsables del rebaño de Dios”, recordándoles la fidelidad con que él ha intentado cumplir su propio encargo de apóstol y piensa seguir cumpliéndolo: “a mí no me importa la vida, con tal de llevar adelante el ministerio que recibí del Señor Jesús…” (Hch 20, 24). En un momento delicado de su vida, el P. Claret tuvo que hacer un serio discernimiento acerca de si seguir exponiéndose a determinadas persecuciones o no; al poner por escrito su reflexión, dice, como Pablo, que no le importa tanto su vida cuanto el llevar a adelante el ministerio de la Palabra recibido del Señor Jesús (cf. EC III, p. 504).
Claret nació para predicar. Un biógrafo moderno ha titulado certeramente la vida de Claret No puedo callar. Le hacía feliz el hecho de predicar en un día hasta diez o doce pláticas (¡). Cuando se ve obligado a asistir a algún banquete oficial, está deseando que aquello se acabe “para correr al púlpito”, pues esa es su “comida más sabrosa” (EC II, p. 351).
Según el Génesis, cuando el hombre ponía nombre a los animales, tomaba posesión de ellos. El filósofo Heidegger dice que, mediante el lenguaje, el hombre se hace dueño del mundo, “pastor del ente”. Y la carta de Santiago afirma la inmensa energía de la palabra, que puede dar vida y asesinar: “con la lengua bendecimos al Dios y Padre y con ella maldecimos a los hombres” (Sant 3, 9). Debemos preguntarnos con frecuencia qué uso hacemos de esa formidable facultad que el Creador puso en nosotros. Claret fue un mago de la palabra; predicaba sermones de hasta una hora de duración, y mantenía cautivado al auditorio. Con su palabra glorificaba a Dios y ofrecía caminos de vida a los hermanos. ¡Buena pista para nosotros!